domingo, 31 de agosto de 2014

Los docentes también sangran...


Mañana puede ser el inicio de un gran curso para muchos.

Se empiezan a notar los síntomas, ya desde hace días, agudizándose con el paso del tiempo: peso de la responsabilidad, junto con la emoción de reencuentros, cambios, una pizca de preocupación, algo de miedo, proyectos a estrenar, grandes y buenas ideas...

Nada nuevo, en apariencia. Pero todos los comienzos suelen tener ese aire de novedad.

Estos días suelo recordar algo que me decían en casa -cuando estaba sólo de alumna-, respecto a mis maestros; y era que tuviera en cuenta que podían ser padres, tíos, hijos, primos, amigos... de alguien. Lo que quería decir que había que respetarlos y no olvidar que también eran personas. Y eso no sólo me servía para procurar comportarme y perder miedos; sino que, conforme avanzaban los días, me dotaba de un conocimiento sobre el medio particularmente original y extraño respecto a la mayoría de compañeros y amigos.

No obstante, no se me ocurría hacer uso de semejante dato para comprobar que 
#LosDocentesTambiénSangran. Con saberlo, era suficiente. Aprendías a asumir, poco a poco, que semejante condición de iguales no los hacía menos valiosos, ni más justos. 

Recuerdo que una tutora llegó a proponerme que podía terminar siendo profesora, lo que provocó en mí una mezcla de emociones; y no todas positivas. Ni se me había pasado por la cabeza. En aquellos momentos pensaba en ser pintora, escritora, veterinaria, nadadora, bibliotecaria... y/o hasta irlandesa. Pero con ello ya sembró una curiosa idea en mi cabeza.

Esto me sirve como excusa para insistir en la falta que hace seguir derribando muros: que una alumna te vea como una igual -como otro ser que comete fallos que, para colmo, repercuten en su vida; mucho más que los posibles aciertos-, no tiene que ser necesariamente negativo. No hablo sólo de notas, ni de lecciones dadas a la carrera, ni de fotocopias emborronadas o power points interminables; ni de clases repletas de muletillas perdidas en un mar de bostezos o de risillas desganadas. Hablo de cómo se establece la comunicación, si es que la hay, y qué logramos transmitir fuera y dentro del aula, y de la/s materia/s que nos ocupe/n.

Todos hemos pasado por ese trance de ser alumnos; y hasta lo seguimos siendo: por seguir aprendiendo, por no perder esa buena costumbre de estar "al otro lado"... y porque, realmente, nunca dejamos de serlo. Y seguro que aún recordamos cómo chocaban las clases con lo que pretendíamos que fueran: desde un recreo continuo hasta un espacio en el que comentar lo que habíamos leído, ver la película de turno, saber qué hacía un niño de nuestra edad tirado en la calle pidiendo en vez de estar encerrado en el aula, cómo funcionaba la bombilla, para qué servía lo que ponía en el libro, cómo conseguían meter la mina en los lápices, cómo funcionaba el mundo, cómo acabar con las guerras...

Volviendo, me pregunto si somos capaces de descubrir las preguntas que se hacen ahora los estudiantes, y si están tan alejadas de las que nos hacíamos entonces. Y si tras descubrirlas, somos capaces de guiarlos hacia las respuestas y hacia otras muchas preguntas. Y, ya que estamos... ¿qué preguntas nos hacemos ahora? O, mejor aún... ¿qué respuestas nos damos y por qué?


"Tengo una respuesta. ¿Quién tiene una pregunta?"